Dejar de ser infantil no significa guardar un juguete en una caja. Es mucho más complejo. Es negociar con esa parte que quiere colores, risas y rebeldía, mientras otra parte pide ser seria, estructurada y “profesional”.
La verdad es que este dilema no nace de mí, sino de lo que el mundo exige. Afuera hay códigos que dictan cómo debe verse alguien para ser tomada en serio. Y si quiero crecer como empresaria, siento esa presión: ¿qué tanto debo ceder para encajar en esa imagen?
Lo difícil no es crecer. Lo difícil es crecer sin sentir que mato a la niña que soñó, imagino y creó sin permiso. Lo difícil es encontrar el punto medio: cómo darle espacio al juego sin que opaque la estrategia, cómo ser yo sin dejar de avanzar.
Lo infantil no es solo capricho o juego. Es creatividad pura, impulso, esa chispa que me sostiene. Sin ella, no sería yo. Pero tampoco puedo ignorar que allá afuera se juzga más por la apariencia que por la esencia. Ahí está el verdadero choque.
Quizás todos vivimos esa tensión: la parte que quiere seguir soñando y la parte que necesita cumplir con lo que la sociedad espera. La niña no muere: se transforma en creatividad, intuición y en ese toque único que el mundo no sabe medir, pero que lo cambia todo.
Dejar de ser infantil no es callar la risa ni apagar el color. Es aprender a dirigirlos con intención, aunque el mundo no lo entienda.
Esa, dicen, es la verdadera madurez: integrar a la niña, no enterrarla.
Conmigo todavía no está resuelto. Esa niña sigue apareciendo, me sigue invitando a la mesa a colorear, a jugar, a no olvidar que hay vida más allá de los códigos y la seriedad. Yo sigo buscando cómo darle lugar sin que el mundo me pase factura.
Pero hoy decido escucharla, aunque no tenga todas las respuestas. Porque quizá ahí, entre crayones y estrategias, es donde empiece a construirse mi verdadero orden.
¿Y tú? ¿también eres Infantil? ¿Maduraste? o Dejaste de ser Infantil?
